LA MEMORIA
DE LOS DIFUNTOS (Por GIANCARLO PANI)
Ante tal desolación, el hombre está
llamado a interrogarse sobre el sentido de la vida y, al mismo tiempo, sobre el
sentido del fin. El creyente, aunque iluminado por la esperanza de la
resurrección, no sabe nada de lo que le espera una vez que cruce el umbral del
más allá. Sólo le sostiene una certeza, expresada con gran eficacia por Juan de
la Cruz:
«Lo que sucederá al otro lado cuando
para mí todo se vuelva hacia la eternidad, no lo sé.
Creo; sólo creo que me espera un Amor.
Sólo sé que entonces, pobre y
desahogado, tendré que hacer balance de mi vida. Pero no desespero, porque
creo, realmente creo que me espera un Amor».
La fe en este Amor no puede dejar de
orientar nuestra vida al amor, al seguimiento de Jesús, que vivió en el amor y
por amor afrontó la muerte.
Para entrar en la vida que el Señor nos
da, debemos pasar por el «morir»: como Él y con Él.
Jesús comparte la misma suerte que
nosotros y muere como nosotros, aunque su muerte es distinta: para nosotros es
consecuencia de ser criaturas y del pecado, para él en cambio es una «entrega» (Gal 2,20; Ef 5,2), un «darse a sí mismo» por nuestra
salvación (cfr. Jn 19,30). Para que no se pierda ninguno de los
que el Padre le ha confiado y lo resucite en el último día (cfr. Jn 6,39).
En esta perspectiva, la Iglesia nos
invita a rezar por los difuntos. En cada celebración de la Misa, la Iglesia
invoca el perdón divino: «Acuérdate también de nuestros hermanos que se
durmieron con la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto en
tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro»[4]. A partir del siglo X, la oración se eleva el día
después de la fiesta de Todos los Santos: en la celebración solemne, el
sacerdote recuerda, además de aquellos por quienes se ofrece la misa, a todos
los difuntos cuya fe ha conocido el Señor. De este modo, se nos invita a rezar
por nuestros seres queridos y por aquellos en los que nadie piensa ni reza.
El Nuevo Testamento afirma que el
encuentro con Dios implica un juicio final sobre la persona y sobre la
historia, donde el juez es Jesús y la norma del juicio es la relación personal
con Él. En la parábola del juicio del Evangelio de Mateo, el Señor declara:
«Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos,
lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). Se trata de los hambrientos, los
sedientos, los excluidos, los enfermos, los encarcelados, los necesitados de
ayuda: cada «hermano pequeño» representa el rostro del Señor.
En la
celebración de la Misa y en el «Ave María» pedimos que la hora de nuestra
muerte nos encuentre en condiciones de recibir el perdón divino y de acoger el
amor de Aquel que se hizo hombre para salvarnos y murió y resucitó por
nosotros. La última palabra de la vida, y de nuestra historia, no es, pues, la
muerte, sino una existencia nueva, como resucitados, en comunión con el Señor
Jesús.
(Extraído de: La
Civiltà Cattolica 2023)
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